miércoles, 30 de abril de 2014

La radiestesista somedana


Zahorí en acción, ilustración de la obra de Pierre Le Brun, Historia crítica de las prácticas supersticiosas, 1732
Saben, no puedo dejar pasar la ocasión de hablar de zahoríes. De ese arte de radiestesia que consiste en descubrir manantiales de agua allí donde se encuentra oculta. Es un poco largo el cuento y este se remonta años atrás. Tantos como unos veinte o más.

Cuando conocí a la que hoy es mi mujer, no había en Somiedo pistas, o lo que vulgarmente llamamos ahora carreteras que sólo son pistas. Llegabas en coche a Pigüeña y no había más en todo el valle. Años después podrías acceder a  Villar de Vildas, y un poco más tarde a la Rebollada.  Poco a poco conocí estos y otros lugares que, torpemente, los fui describiendo y poco a poco vuelvo al punto de partida, que es Aguasmestas, donde empieza la historia privada de mi vida pública, y que conste que digo esto porque de no haber conocido a mi mujer en aquel entonces y descubierto estos parajes, Somiedo, posiblemente, fuera tan desconocido para mí como para cualquier mandatario de estéril despacho. Pero comencemos la historia de la geomántica zahorí, descubridora de hídricos caudales.

Un hermano de mi mujer, Pepín, es cartero del bajo río Pigüeña y del bajo río Somiedo. A medida que se jubilaron carteros, las plazas las fue distribuyendo Correos entre los que quedaban. Algo así como si en un frente de combate, cada vez que hubiera una baja, los que quedaban tuvieran que disparar los tiros del caído. Al ser esto así, ahora mi cuñado es el cartero del río de ambos valles. Aunque no le sobra tiempo, se las apaña y atiende el servicio como buen correo del zar, sin ser Strogoff, ni cruzar Siberia; aunque por lo poblada, bien podía serlo su zona.
Años antes de esta devastación de funcionarios carteriles, subí con él a la Rebollada y por aquellos caminos anduve mientras el cartero entregaba las misivas a los vecinos. Pareme yo ante una derruida casa, por mor de ciertas vigas que en ella quedaban, viendo el buen servicio que harían en el Museo que en Grandas construíamos; más desde la cocina, viome Manuela a través de la ventana. Portaba yo entonces luengas y negras barbas, que junto a la exagerada redondez de mi gran boina, parece ser me hacían sospechoso, por ello, preguntole la mujer al de la valija, quién podía ser aquel sujeto. El repartidor díjole que bien haría en guardar sus caudales, porque el misterioso individuo, podía hacer una de las suyas. Aquella abuela canguesa -que de Cangas fuera- un poco crédula, en cuanto a truculentas historias, no quedó satisfecha con la explicación e inquirió del informante más datos, hasta que éste dio cuenta de su relación de parentesco con el fulano. Así fue como al poco rato, me vi tomando un café en la Casa del Ciego.

Como Manuela quería saber todo lo relacionado con el barbudo personaje, hubo de dársele también el lugar de nacimiento. Al citar éste como Grandas dijo:
-¡Ia!, de ese pueblo era la mujer de un tío mío, ia que taba en la Argentina!
-Pues miré Usted por donde vamos a ser parientes -díjelo yo convencido- Esa, su tía política, no puede ser otra que una hermana de mi padre.
-¡Home! ¿nun será?
-Sí, sí seguro ¿Tenían una panadería?
-Sí -dijo Manuela.
-Pues entonces seguro que es una de las seis hermanas de mi antecesor; porque total con otros tres hermanos, sólo eran nueve emigrantes en la tierra del tango.

Casualidades de la vida, pero aquel natural de Limés, de la tierra de Cangas, sí resultó ser el mismo  que mi padre me había citado alguna vez.

Pero el relato que aquí comencé trataba sobre la radiestesia, ese poder de ciertas personas para descubrir manantiales. Lo paradójico es que nuestra augur, lo asociaba a un milagro de connotaciones religiosas.

En cierta ocasión en que estaban Manuela y su cuñada trabajando en una tierra, alejada del pueblo y sin ninguna fuente cercana, le dijo la por afinidad parienta:
-¡Ay! Manuela, que sed tengo
-¡Ye porque quiés! Nel picu la finca hay agua. 

Con la misma coge el montante y se pone a cavar un hoyo en el lugar que indicara. ¿Pueden Ustedes creer que salió agua? Así nos relata su hijo Agustín, y allí sigue la fuente, aunque en la actualidad está todo cubierto de artos y monte que impiden acceder a ella.

Roso de Luna, autor del relato “el Tesoro de los Lagos de Somiedo”, seguro que lamentaría no haber conocido este caso, de haber sucedido en sus tiempos.

Demos por terminado este paso por el Somiedo que es un tesoro ¡Pero apresúrense que se agota!

 Haxa salú